“¿Cómo está, licen?”, dijo en voz baja Teresa, mientras entraba a la oficina. En una de sus manos traía unos caramelos. Con mirada tímida y pasos lentos se acercó al escritorio, entregó un dulce a su jefe y otro a la visitante desconocida que le acompañaba.
Era hora de la cena y varios empleados se encontraban en el área del comedor, esperando una oportunidad para acercarse a la puerta blanca que Teresa acababa de cruzar.
El superior, solo atinó a decir “gracias” tras recibir el obsequio. De pronto el silencio impregnó la atmósfera del lugar… Teresa necesitaba dinero para completar el pago de la renta y tenía la intención de solicitarlo en ese momento, pero se sintió intimidada por la presencia de la extraña, así que se despidió y regresó a la cocina.
“Necesito hablar con usted, no se vaya sin verme”, dijo desde el pasillo.
Claudio (nombre ficticio), no respondió, aunque sabía que le hablaba a él. Hace 30 años llegó a la institución estatal como miembro del equipo de servicios generales, hoy es jefe del departamento de mayordomía.
Conjuntamente con esta posición desempeña otra más rentable: es prestamista.
Es claro que tiene mucha demanda en la institución. Muchas personas recurren a este tipo de crédito, ya sea por falta de acceso al mercado formal (esto puede estar asociado a un bajo puntaje crediticio) o por un bajo nivel de educación financiera.
Según una encuesta realizada por Argentarium sobre la frecuencia con que sus seguidores recurren a créditos con prestamistas o financieras, el 23.6% de los encuestados expresó que toma préstamos informales habitualmente y un 23.98% dijo que lo hacía de manera excepcional.
En el caso particular de Claudio, este negocio no solo es una fuente de ingreso extra, sino que representa el grueso de sus finanzas.
“Alguien que era superior a mí me cedía el dinero para que yo lo prestara a los empleados, él no podía porque era el jefe”, relata respecto a sus inicios en el negocio crediticio.
En ese entonces él se ganaba un 5% de los intereses generados cada mes, sirviendo como intermediario y encargado de cobrar el dinero a los clientes para luego entregárselo al cabecilla del negocio.
Para 1996, el negocio se había posicionado. Claudio mostraba signos de bonanza económica muy evidentes, pero un imprevisto le dio la vuelta a todo. Su jefe fue cancelado de la institución y una gran parte de los deudores no pudo cumplir con los pagos.
“Se perdieron casi RD$3 millones”, dice, y explica que para la época no usaba el pagaré notarial ni pedía garantías para asegurar el retorno del capital prestado y los intereses generados.
Añade que en el año 2000, tras la experiencia adquirida, el aval de sus años de labor en una dependencia estatal y su buen historial de crédito en el sistema financiero formal, decidió, junto a cuatro socios, solicitar un préstamo de RD$500,000 en uno de los bancos más grandes del país.
Gracias a esta alianza en poco tiempo, reanudó el negocio con RD$2.5 millones que distribuyó entre sus compañeros de trabajo, que ya conocían de sus servicios.
Los deudores debían pagarle cuotas por concepto de interés y capital, o solo por el interés acumulado, pero al fin debían aportar el capital.
“En los negocios, como se gana se pierde”, dice. Para evitar riesgos evalúa los gastos fijos de sus posibles clientes y analiza su capacidad de pago. Luego determina para qué monto la persona califica.
“Si gana RD$15 mil pesos, paga casa, tiene dos muchachos que mantener, paga luz, teléfono, esa persona no califica para más de RD$5 mil”, explica.
Cuenta que, anteriormente, debido a su formación cristiana (fue educado por monjas), fijaba los intereses dependiendo del salario de sus deudores.
En el mercado tradicional se cobra un 20% de interés mensual (240% anual). Pero Claudio cobraba desde un 8% hasta un 15%, es decir, en el rango 96% -180% anual. Aún así, se trataba de un crédito mucho más costoso que el del mercado formal, pues una tarjeta de crédito, que es el producto con mayores intereses de la banca, tiene una tasa de entre 55% y 60% anual, y los créditos de consumo rondan el 18% anual.
En este segundo intento, las cosas tampoco salieron del todo bien para nuestro hombre. Debido a su fama como prestamista, una noche unos asaltantes irrumpieron en su residencia, amordazaron a una de sus hijas y cargaron con la caja fuerte, joyas y algunos enseres del hogar.
“Gracias a Dios se llevaron solo lo material, no le hicieron daño a mi familia”, expresa Claudio. Luego, abre una de las gavetas de su escritorio y muestra una arma de fuego que utiliza por su seguridad.
Al asalto se sumó el hecho de que el nivel de morosidad se elevó; algunos deudores se negaban a pagar, otros se marcharon del país y no honraron sus deudas. También les prestó a varios familiares que nunca pagaron, lo que a su juicio representó “pérdidas considerables” y le enseñó que «en negocios no se tiene amigos».
Esto lo llevó a tomar medidas drásticas. “Mira como tú vienes donde mí, yo no te he salido a buscar”, dice que le advierte a quienes le solicitan crédito. Introduce las manos en un bolso que tiene junto a su escritorio, que contiene fichas con los datos de los deudores, copias de cédulas, pagarés notariales y un paquete de tarjetas de débito.
Todo esto forma parte de una estrategia de, en sus palabras, “terror psicológico”, para que los clientes cumplan con los pagos.
A inicio del año en curso adquirió un préstamo en una entidad de intermediación financiera ascendente a 1.3 millones de pesos, con un plazo de cinco años, y por el que paga cada mes unos RD$35 mil (capital e intereses), a una tasa anual de 18.95%.
Invirtió esos recursos, principalmente, en la compra de joyas y perfumes para vender, en la misma institución. Una menor parte (no da las cifras detalladas) fue canalizada al negocio del dinero.
En este, según cuenta, tiene una clientela fija de unas 100 personas, que pagan un 20% mensual (240% anual), generándole un ingreso de hasta RD$100 mil. Es decir, tres veces lo que paga por el préstamo.
Cuestionado sobre los elevados intereses que cobra por el crédito otorgado, se inclina hacia atrás en su silla, acaricia una cadena de oro que lleva en el cuello, sonríe y, acto seguido, expresa: “Estoy fuera de la gracia de Dios… Eso dicen las monjas”.
*Artículo publicado originalmente en Argentarium.com, el 30 de mayo de 2018.